Te recuerdo que Maca nos ha acompañado a lo largo de las estaciones en nuestra finca. Comenzó en otoño del año pasado, y ahora llega al verano, ese que ya hemos despedido en el calendario pero que todavía se resiste a marcharse y dejar paso al otoño.
Desde la primera entrega hemos descubierto en ella no solo una gran mirada fotográfica, sino también un verdadero don para la escritura. Sus textos siempre invitan a detenernos ya reflexionar. En esta ocasión, Macarena nos habla de la belleza que permanece incluso en la sequedad del paisaje y de las dualidad presente en la Naturaleza y en nosotros mismos.
Quiero aprovechar este momento para darle las gracias a Macarena por haber compartido con tanta sensibilidad y profundidad este recorrido estacional. Sus palabras nos ayudan a mirar con nuevos ojos lo que sucede alrededor y dentro de nosotros.
Te invito a leer su texto y dejarte llevar por esa mirada
que busca siempre lo esencial.
Esta vez, mi mirada se clavó en los caminos, en las miles de plantas secas o agostadas que recorren sus bordes, y, sobre todo, en una encina partida en dos, al margen de uno de ellos. El paisaje me habla de contrastes en un verano casi bicolor, donde predominan los azules y amarillos. Esta dualidad, me lleva a reflexionar sobre cómo el territorio y el paisaje se entrelazan con lo afectivo y lo ambiental en un mundo que hoy es, de por sí, dual. El camino me conduce a los márgenes, a los desplazamientos, al silencio de lo que resiste, a esa naturaleza sabia que, sin palabras, obliga a cuestionarmos cómo habitamos. Presencia y ausencia, lleno y vacío, sombra y luz...
A veces siento que estamos tan secos como las hierbas del camino, tan rotos como esa encina. Y sin embargo, el cielo sigue ahí, tocando la tierra sin hacer ruido y de esa rotura emana aún mucha belleza. Tal vez la clave esté en recordar que no hay separación real. Que todo es uno, aunque vivamos como si no lo fuera.
Frente a un mundo que divide, que etiqueta, que fragmenta...Me nace gritar, lo que aprendí de la escritora Mardía Herrero... ¡es preciso unir el cielo con la tierra!
El horizonte se abre, sin principio, sin fin.
Una línea infinita,
donde el cielo y la tierra
se reconocen como uno.
La pantalla se desdobla...
el azul y el amarillo se confunden.
Azul que abre, amarillo que arraiga.
Allí donde cielo y tierra se tocan, se rozan,
se abrazan...
En ese encuentro simple y solemne, el paisaje revela su voz interior
y nos recuerda, que también nosotros somos horizonte,
Somos relación.
Infinita y sin tiempo es esta línea de frontera.
Las flores del verano,
agostadas
permanecen en pie como esculturas, testigos del tiempo detenido.
Y en esa unión,
donde la luz toca la sombra,
donde lo visible abraza lo invisible, descubro
que todo es lo mismo: camino,
cielo,
tierra,
y yo, que contemplo.