"Para ver un mundo en un grano de arena, y un cielo en una flor silvestre, sostén el infinito en la palma de tu mano y la eternidad en una hora."
—William Blake
El paisaje se ha vuelto más generoso, pero también más exigente para quien observa. Ahora, los colores no solo se ven: se presienten, se respiran. A veces se despliegan en vastas praderas; otras, se ocultan como joyas mínimas a la orilla del camino. El rojo vivo de las amapolas, el amarillo punzante del hinojo de flor incipiente o del herguen, los morados profundos del iris, de la boborera, de la algarabilla del monte [...]. Y el verde —ese verde que estalla por todos lados— me recuerda que la vida insiste, renace y no pide permiso.
Al fondo, la montaña de Gredos aún guarda nieve. Como un padre anciano, su presencia serena orienta, enmarca y da profundidad. Las encinas sobreviven dispersas en la dehesa, con la dignidad tranquila de quienes han aprendido a permanecer. Su lentitud geológica las convierte en testigos silenciosos del tiempo. Esta vez, me detuve ante muchas de ellas, tan solo para observarlas. Cada una con su forma, su talla, su estado. Todas distintas. Todas necesarias. Decidí caminar hacia una de ellas en línea recta, sin saber bien por qué. No era la más frondosa ni la más bonita. Después de unos doscientos metros, de repente me topé con una valla ganadera electrificada, que no había visto al estar centrada en mi mirada lejana. Era la misma hora en que España se apagaba, aquel 28 de abril. De haberlo sabido, podría haberla saltado y seguido hacia mi objetivo.
Esta sutil casualidad me hizo pararme. La primavera me llamaba a estar. A un estar sin prisa, lleno de presencia. Una hoja, una sombra. El brote que rasga la corteza. La flor que se abre sin saber si será vista. La luz que regresa, obstinada, tras el frío y las lluvias. ¿No es, acaso, todo esto un acto de pura valentía?
El jardín y el camino se funden en un mismo bodegón. La tierra está arada. La huerta, quieta, espera. Todo parece decir: es tiempo de comenzar de nuevo. Mientras, miro. Escucho. Dejo que el mundo me atraviese. Y, en palabras de Rilke,
“Creedme, todo depende de esto: haber tenido, una vez en la vida, una primavera sagrada que colme el corazón de tanta luz que baste para transfigurar todos los días venideros.”